4 nov 2010

Tola Invernizzi.


Por Gabriel Peluffo Linari.
Hablar de un corpus de la pintura uruguaya es referirse a una tradición iconográfica cuya canónica solemnidad fue muy pocas veces perturbada. En su extenso friso hubo muy poco lugar para los desplantes estéticos o ideológicos, porque el arte, y particularmente la pintura, fueron siempre considerados la medida de un equilibrio entre las tentaciones o los desafíos de una modernidad balconeada, y los respetos debidos a una tradición idealista y trescendentalista, que de una u otra manera se interpuso entre el pensamiento y la obra de todos los maestros nacionales.
Las transgresiones más provocativas del arte uruguayo de los sesentas, como ciertos juegos irónicos de un posible arte “pop” criollo, o las desgarradas visiones del dibujazo, no alcanzaron a conmover aquella tradición al grado que lo llegaron a hacer algunos jóvenes “neo-fauves” de la pintura en los años ochenta. En la década del sesenta, el gesto irrespetuoso y libertario estaba todavía contenido por el marco de una utopía colectiva que regulaba los excesos y permitía la continuidad, en parte,  de aquel tono lírico y humanista que empezó con el llamado “arte social” desde los años treinta. Pero en la década de los ochenta, las fantasías de libertad iconoclasta posibilitadas por la apertura política, giraban en torno a un individuo excéptico, que se reconocía en la anomia de una sociedad atomizada; un individuo que en el fondo descreía ya de todo contrato social y descreía del arte como institución legitimadora de ese contrato.
En nuevo de las nuevas promociones de pintores jóvenes surgidos en esa situación –a la cual la crítica gustó encontrarle conexiones diversas con la pintura contemporánea internacional, desde el Bad Painting a la Transvanguardia germanoitaliana- reaparece la obra del “veterano” José Invernizzi, mostrando aparentes coincidencias circunstanciales con estos lenguajes de la anti-pintura. No es el único paralelismo intergeneracional que podía establecerse en esos años: también podía encontrárselo entre la obra de alguno de esos jóvenes y la pintura del último período de Miguel Ángel Pareja, por ejemplo.
Sin embargo, la pintura de Invernizzi no se alimenta de la iconoclasia juvenil de los ochenta: continúa dialogando con los fantasmas de los años sesenta, pero lo hace desde un lenguaje totalmente oblicuo, totalmente “post”; desde un lenguaje que sincretiza  la mecánica asociativa del surrealismo, la fuerza del grafitti urbano, la secuencialidad y el humor del comic; y todo en base a un discurso que adopta la forma sintáctica de la alegoría.
Es la eterodoxa estructura alegórica que tiene muchas de las obras de Invernizzi, la que le permite hacer de su iconografía casi una forma de escritura con “mensaje”. Una escritura que muestra su alfabeto en los pequeños dibujos, en los grabados y acuarelas de mínimo formato convertidos en preludio de sus pinturas mayores. Una escritura que parece encerrar, por momentos, graves sentencias; mientras que en otras oportunidades parece burlarse decididamente de toda pretensión explicativa del mundo.
En última instancia, Invernizzi combina un sistema de ideas que se pretende coherente y que busca ampararse en ciertos ejes discursivos (a través de la incorporación de textos escritos o de la sintaxis alegórica como elemento de inteligibilidad), con un sistema narrativo deshilachado y caótico, fluyente, que articula los mas inesperados recursos para hacer efectiva su ternura o su agresividad.
Todo esto conduce sin duda a preguntarnos acerca de las explosivas relaciones entre la obra de Invernizzi y el museo como institución. Entre el carácter corrosivo de una pintura que se niega a sí misma como objeto museable, y el carácter aurático de un espacio concebido por el público como “templo del arte”. Por un lado, esta “vulnerabilidad” del museo es parte de su fortaleza actual como posible espacio no de legitimación, sino de testimonio y reflexión, de enseñanza y de provocación crítica. Por otro lado, la obra de Invernizzi “colgada”, y sometida a una lectura de conjunto, pone de relieve sus propias oscilaciones ideológicas: es una pintura que duda; que aspira secretamente a la individualidad del muro pero se repliega en la mutua complicidad y amontonamiento del taller; que pretende rescatar la condición salvífica del arte, pero se burla alevosamente de todo lo visible, y se refugia en la excrecencia de un yo social que fue solidario y lírico, pero que está hoy canibalizado por el aparato digestivo de la postmoternidad.
Información extraída del catálogo de la exposición retrospectiva hecha en el Museo Municipal de Bellas Artes Juan Manuel Blanes en 1996.


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